viernes, 5 de diciembre de 2008

Noite

Hundió los pies en la arena fría. Siempre, desde chica, le había gustado esa sensación; la arena húmeda y fría de las noches en la playa le generaba un sentimiento único, reconfortante.
Se sentó de frente al mar y sacó de su bolsillo las piedras planas que había estado juntando durante todo el día. Le gustaba jugar a "hacer sapito" en el agua. Las fue tirando de a una, como quien se deshace de una carga enorme que lo acongoja... como quien se quita las penas de una por vez.
Hacía tiempo, en la adolescencia, un amor de verano (de esos cursis y poco profundos) le había planteado que contara las olas del mar para saber cuánto la amaba. Ella, inexperta, había caído desarmada a sus pies.
Ahora era distinto. El tiempo trae experiencia y la experiencia desencanto. Ya se había hartado de contar olas inconclusas. De esas que sólo lograban enfriar la arena de noche, pero no conseguían dejarla húmeda durante los días.
Miraba al mar fijamente, como interrogándolo. Quizá ahí adentro estuviera el secreto de todo esto, de esa angustia con la que había llegado a la playa... de esa tranquilidad que la iba llenando ahora.
A mitad de la noche sintió un escalofrío en la espalda, y no pudo más que recordar los dedos de él sobre su espina: dulces, generosos, conocidos y conocedores. Los únicos dedos que sabían movilizarla internamente. Las únicas manos que podían recorrer las coordenadas de su rostro.
El frío pasó, como pasaba todo en la vida. Los dedos quedaron lejanos, secos, inasibles.
Ella no esperaba el amanecer: al contrario de lo que pensaba la gente, el amanecer no le simbolizaba el nacimiento de un nuevo día, sino la muerte de una noche más. Ella era feliz con la inmensa oscuridad bañando sus pupilas. Con ese ruido cadente y constante del mar invisible. Con la luna reflejada a lo lejos dando cuenta del horizonte.
Tenía lágrimas en los ojos. Pero no se acordaba haber llorado. Quizá la arena fría y el viento habían ayudado. Aunque lo cierto es que tenía el alma liviana.
Con el primer indicio de rayos de sol a lo lejos, acribillando a balazos luminosos la luna, decidió que era hora de irse. No soportaría la muerte de una noche tan impasiblemente.
Se paró, y desenterró los pies, casi entumecidos. Volvió a poner sus manos en los bolsillos, por ahora vacíos.
Dio la espalda al mar, y se alejo cansinamente, casi sin quererlo.
Mientras salía el sol a lo lejos, ella recogió la primer piedra plana de un nuevo día.

2 comentarios:

Kadysha dijo...

Que triste y agotador que es contar olas...

Pecosa dijo...

Describes aquí cosas que muchos sentimos o hicimos alguna vez (¿Cuándo aprenderé por fin a "hacer sapito" con las piedras? Torpe que es una...).

Todos los que nos consideramos noctámbulos vemos al amanecer como el fin de nuestra noche. Nunca me gustaron los amaneceres que ví, lo rompen todo.

¡Un saludo!