Mientras corría ayer me pegó la "epifanía":
Se puede ser rico, o rica...
Pero pobre no discrimina ni siquiera en eso
martes, 16 de diciembre de 2008
viernes, 5 de diciembre de 2008
Noite
Hundió los pies en la arena fría. Siempre, desde chica, le había gustado esa sensación; la arena húmeda y fría de las noches en la playa le generaba un sentimiento único, reconfortante.
Se sentó de frente al mar y sacó de su bolsillo las piedras planas que había estado juntando durante todo el día. Le gustaba jugar a "hacer sapito" en el agua. Las fue tirando de a una, como quien se deshace de una carga enorme que lo acongoja... como quien se quita las penas de una por vez.
Hacía tiempo, en la adolescencia, un amor de verano (de esos cursis y poco profundos) le había planteado que contara las olas del mar para saber cuánto la amaba. Ella, inexperta, había caído desarmada a sus pies.
Ahora era distinto. El tiempo trae experiencia y la experiencia desencanto. Ya se había hartado de contar olas inconclusas. De esas que sólo lograban enfriar la arena de noche, pero no conseguían dejarla húmeda durante los días.
Miraba al mar fijamente, como interrogándolo. Quizá ahí adentro estuviera el secreto de todo esto, de esa angustia con la que había llegado a la playa... de esa tranquilidad que la iba llenando ahora.
A mitad de la noche sintió un escalofrío en la espalda, y no pudo más que recordar los dedos de él sobre su espina: dulces, generosos, conocidos y conocedores. Los únicos dedos que sabían movilizarla internamente. Las únicas manos que podían recorrer las coordenadas de su rostro.
El frío pasó, como pasaba todo en la vida. Los dedos quedaron lejanos, secos, inasibles.
Ella no esperaba el amanecer: al contrario de lo que pensaba la gente, el amanecer no le simbolizaba el nacimiento de un nuevo día, sino la muerte de una noche más. Ella era feliz con la inmensa oscuridad bañando sus pupilas. Con ese ruido cadente y constante del mar invisible. Con la luna reflejada a lo lejos dando cuenta del horizonte.
Tenía lágrimas en los ojos. Pero no se acordaba haber llorado. Quizá la arena fría y el viento habían ayudado. Aunque lo cierto es que tenía el alma liviana.
Con el primer indicio de rayos de sol a lo lejos, acribillando a balazos luminosos la luna, decidió que era hora de irse. No soportaría la muerte de una noche tan impasiblemente.
Se paró, y desenterró los pies, casi entumecidos. Volvió a poner sus manos en los bolsillos, por ahora vacíos.
Dio la espalda al mar, y se alejo cansinamente, casi sin quererlo.
Mientras salía el sol a lo lejos, ella recogió la primer piedra plana de un nuevo día.
Se sentó de frente al mar y sacó de su bolsillo las piedras planas que había estado juntando durante todo el día. Le gustaba jugar a "hacer sapito" en el agua. Las fue tirando de a una, como quien se deshace de una carga enorme que lo acongoja... como quien se quita las penas de una por vez.
Hacía tiempo, en la adolescencia, un amor de verano (de esos cursis y poco profundos) le había planteado que contara las olas del mar para saber cuánto la amaba. Ella, inexperta, había caído desarmada a sus pies.
Ahora era distinto. El tiempo trae experiencia y la experiencia desencanto. Ya se había hartado de contar olas inconclusas. De esas que sólo lograban enfriar la arena de noche, pero no conseguían dejarla húmeda durante los días.
Miraba al mar fijamente, como interrogándolo. Quizá ahí adentro estuviera el secreto de todo esto, de esa angustia con la que había llegado a la playa... de esa tranquilidad que la iba llenando ahora.
A mitad de la noche sintió un escalofrío en la espalda, y no pudo más que recordar los dedos de él sobre su espina: dulces, generosos, conocidos y conocedores. Los únicos dedos que sabían movilizarla internamente. Las únicas manos que podían recorrer las coordenadas de su rostro.
El frío pasó, como pasaba todo en la vida. Los dedos quedaron lejanos, secos, inasibles.
Ella no esperaba el amanecer: al contrario de lo que pensaba la gente, el amanecer no le simbolizaba el nacimiento de un nuevo día, sino la muerte de una noche más. Ella era feliz con la inmensa oscuridad bañando sus pupilas. Con ese ruido cadente y constante del mar invisible. Con la luna reflejada a lo lejos dando cuenta del horizonte.
Tenía lágrimas en los ojos. Pero no se acordaba haber llorado. Quizá la arena fría y el viento habían ayudado. Aunque lo cierto es que tenía el alma liviana.
Con el primer indicio de rayos de sol a lo lejos, acribillando a balazos luminosos la luna, decidió que era hora de irse. No soportaría la muerte de una noche tan impasiblemente.
Se paró, y desenterró los pies, casi entumecidos. Volvió a poner sus manos en los bolsillos, por ahora vacíos.
Dio la espalda al mar, y se alejo cansinamente, casi sin quererlo.
Mientras salía el sol a lo lejos, ella recogió la primer piedra plana de un nuevo día.
Pulsión
Encerrado en su cuarto, en lo más alto de su torre de naipes, el monstruo de cien dientes está sentado, inmóvil, esperando que la vida lo atraviese. Sentado en una roca antigua, casi tanto como él, observa por la ventana de su prisión los campos de estatuas allá abajo. Parece hipnotizado, o cansado quizá.
El tiempo fue pasando de a poco, y no hizo nada por detenerse. Así las cosas, el monstruo no se mueve desde hace años.
Las moscas en su rostro parecen no molestarle. Sólo está ahí, quieto, como una gárgola que (a veces) respira.
Repite para sí el mismo verso que solía decir cuando todavía no era un monstruo. Cuando sus ojos destellaban vida, y sus manos no tenían esos cortes. El verso es lo único que mantiene al monstruo vivo. De olvidárselo, inmediatamente se convertiría en piedra, como si una medusa invisible estuviera agazapada en la oscuridad de su alma.
Las paredes frías y mohosas de su cuarto-prisión parecen cada vez más lejanas. El cuarto le parece enorme; ya no necesita mucho espacio. Le alcanza con su piedra gris.
El sol es lo único que le marca al monstruo el paso de los días. La rutina empieza siendo fastidiosa, y termina por ser necesaria. Pero tampoco es algo que le importe mucho. A una estatua no le importa el calor del día o el frío de la noche.
El verso sigue repitiéndose en su cabeza, pero ya no lo asimila. Incluso las declaraciones de amor van perdiendo sentido si se repiten hasta el hartazgo. Ya son sólo palabras, y pronto no serán ni eso. El verso pronto será un sonido más del mundo. Y es ahí cuando el monstruo dejará de ser tal para ser una piedra más, igual a la que ahora le sirve de apoyo.
Está al tanto de que, de vez en vez, alguien abre la puerta, se acerca a él, y lo mira. Sabe que años atrás hubiera podido saltarle al cuello y escapar. Sin embargo, ahora es distinto. La inmovilidad es ahora parte de sí. Sin embargo, tal vez debiera olvidarse del verso... Quizá sea su única salvación.
El día que se olvide, y sea completamente piedra, lo llevarán con las demás estatuas allá abajo.
Y ahí dejará de ser monstruo. Y de sufrir
El tiempo fue pasando de a poco, y no hizo nada por detenerse. Así las cosas, el monstruo no se mueve desde hace años.
Las moscas en su rostro parecen no molestarle. Sólo está ahí, quieto, como una gárgola que (a veces) respira.
Repite para sí el mismo verso que solía decir cuando todavía no era un monstruo. Cuando sus ojos destellaban vida, y sus manos no tenían esos cortes. El verso es lo único que mantiene al monstruo vivo. De olvidárselo, inmediatamente se convertiría en piedra, como si una medusa invisible estuviera agazapada en la oscuridad de su alma.
Las paredes frías y mohosas de su cuarto-prisión parecen cada vez más lejanas. El cuarto le parece enorme; ya no necesita mucho espacio. Le alcanza con su piedra gris.
El sol es lo único que le marca al monstruo el paso de los días. La rutina empieza siendo fastidiosa, y termina por ser necesaria. Pero tampoco es algo que le importe mucho. A una estatua no le importa el calor del día o el frío de la noche.
El verso sigue repitiéndose en su cabeza, pero ya no lo asimila. Incluso las declaraciones de amor van perdiendo sentido si se repiten hasta el hartazgo. Ya son sólo palabras, y pronto no serán ni eso. El verso pronto será un sonido más del mundo. Y es ahí cuando el monstruo dejará de ser tal para ser una piedra más, igual a la que ahora le sirve de apoyo.
Está al tanto de que, de vez en vez, alguien abre la puerta, se acerca a él, y lo mira. Sabe que años atrás hubiera podido saltarle al cuello y escapar. Sin embargo, ahora es distinto. La inmovilidad es ahora parte de sí. Sin embargo, tal vez debiera olvidarse del verso... Quizá sea su única salvación.
El día que se olvide, y sea completamente piedra, lo llevarán con las demás estatuas allá abajo.
Y ahí dejará de ser monstruo. Y de sufrir
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