jueves, 8 de octubre de 2009

Segundos afuera, 3er Round

Cuando escuché la campana, todavía tenía la cabeza temblando del cross de derecha que me había dado un segundo antes. Creo que incluso el sonido del guantazo en mi cara fue al unísono con la campana.
Dí vuelta sobre un mismo punto, dejando caer sudor y sangre en igual cantidad y traté de fijar, con ojos tan abiertos como me lo permitían las hinchazones de mis pómulos, el ínfimo banquito que me aguardaba en mi esquina, distante ahora (según mi propia percepción) a diez mil kilómetros del lugar en donde me encontraba parado, todavía con la guardia derecha alta, y el brazo izquierdo casi colgando a mi lado.
Caminé a los tropezones, con la torpeza que me daban los hombros anchos, y los golpes recibidos no sólo esa noche, sino todas las anteriores, y las tardes de gimnasio.
Esto parecía nunca acabar. Y no hablo de la caminata hasta mi rincón, sino el recibir golpes. Yo me entrenaba, había mejorado incalculablemente, era el campeón, el mejor en lo mío. Y sin embargo, siempre había alguien delante de mí, tratando de molerme a palos. De que yo caiga y duerma aunque sea diez segundos en la lona, mientras los flashes de periodistas ajenos a todo mi dolor destellaban aquí y allá. Siempre habría golpes que sentiría como si fueran el último. Fuerzas que parecerían destinadas a quebrarme, a destruirme.
Pero no.
El entrenamiento, (esta vida de boxeador, o este boxeo en la vida, ya no lo sé), hacía que yo resistiera más de lo que mi mente aconsejaba. Mis brazos volvían a levantarse cada vez, los moretones y las heridas sanaban. Las compresas frías bajaban la hinchazón.
Ya estaba sentado, los guantes de quince kilos (o eso me pesaban a mí en ese momento) estaban mirando abajo, mientras mis brazos no hacían otra cosa que relajarse.
Ya no importaba nada más que esa esponja de agua fría, que me refrescaba el cuello, por lo menos durante cinco segundos (tiempo nulo para refrescarme... la mitad de lo que necesito para ganar una pelea).
Escuchaba a lo lejos, como en el fondo de mi nuca las instrucciones del entrenador. Creo que dijo algo sobre no bajar la guardia y seguir moviendo las piernas. Lo miré, pero ya sentía que no tenía fuerzas ni para recriminarle. Ni para decirle que qué podía saber él, que no era él el que aguantaba los puños del negro de 1.97 que se paraba a unos metros.
Tomé un poco de agua, un trago y escupí el resto.
Ya no había fuerzas, ya no sentía las piernas.

Sonó la campana.

Subí las manos, la derecha pegada al mentón, la izquierda algo más separada hacia adelante. Pude sentir cómo se deslizaba el banquito para salir del ring detrás de mí. El negro se paró.
Eran sólo tres minutos más.

O tres menos. Ya no sé

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