Las luces bajas del auto alumbraban muchísimo en la oscuridad total que cubría la ruta esa noche. El crepitar de la lluvia sobre el parabrisas y el vaivén de las escobillas eran casi hipnóticos. Sólo la radio rompía esa cosa cíclica que tienen los viajes solitarios en la ruta: el asfalto siempre parece el mismo, los árboles al costado de la carretera bien podría ser siempre el mismo repetido hasta el hartazgo, el cielo siempre negro, siempre la misma lluvia...
El arma descansaba todavía cargada y algo caliente sobre el asiento del acompañante, como irónicamente. Tantas veces ese asiento había soportado el peso de ella, y ahora se veía resignado bajó el liviano peso del arma que la había ultimado.
Él iba sumido, ahora, en sus pensamientos. Sin pensar en nada, y pensando en todo a la vez. Las últimas palabras que le dijo eran promesas de amor eterno. Había sido dulce, como nunca lo había sido antes. Justamente él, que era el mejor en lo suyo, se caracterizaba por ser el más frío. Pero esta vez había sido distinto. Esta vez, el valor del premio era mucho menor a la pérdida en el juego.
Ella no había gritado, no había llorado, no se había resistido. La sorpresa en su rostro había durado hasta el último minuto. Hasta que sus ojos se vaciaron de vida, su rostro había implorado por una explicación, pero su boca no se movió: no había emitido palabra. Sólo un brillo en los ojos, sin llegar a ser lágrima, había denotado su dolor. No miedo por saberse al borde de la muerte, sino dolor por saberse traicionada.
Ahora, de camino a su casa (solía decirle guarida bromeando con sus amigos, pero internamente, hoy no quería usar ese término), él también tenía los ojos vidriosos. Los nudillos estaban poniéndose blancos debido a la fuerza con que tomada el volante. Iba calmo, o eso aparentaba. La vista fija en el camino, el pie firme en el acelerador. La ruta pasaba, y él la imaginó como metáfora de su vida. Kilómetro tras kilómetro, sentía que su vida estaba llegando a su destino.
Un bache en la ruta lo devolvió a este mundo. E instintivamente, miró al asiento de al lado. Silenciosa, el arma cargada lo obrservaba como el clérigo escuchando confesiones. Ambos sabían que no iba a repetirse algo así, pero a la vez, sabían que no era posible seguir de esa manera.
Tomó el arma, y pasó el pulgar por el seguro. Era muy extraño sentir tanta afinidad con algo tan terrible. Sentía que había nacido con un arma en la mano. Sentía el acero como uno más de sus dedos. Sentía la culata como parte de la palma de su mano. La naturaleza con la que manejaba el arma sería alarmante para cualquier otra persona. Pero él era conciente del poder que tenía en tan poco peso.
Jugó con el arma unos kilómetros (ya casi se le hacía imposible contar el tiempo en minutos), y la volvió a dejar sobre el asiento derecho. La radio cambió una vez de ritmo musical, y se le hizo insoporable. La apagó, pero esto fue demasiado.
En su cabeza, dentro suyo, la música dejó de sonar para escuchar los sonidos irrevocables de unos kilómetros atrás. Su voz (la de él), diciéndole que la amaría tonta y eternamente, mientras le acariciaba el pelo negro. Sus ojos (los de ella) llorando sin sonido y sin lágrimas, como esos gritos no lanzados de las pesadillas. Su arma (la de él) iluminando por última vez el cuarto. Su vida (la de ella) escapándose de este mundo.
Miró hacia el espejo derecho del auto. La lluvia estaba parando, las gotas de la ventanilla derecha le asemejaron el rostro pálido de la mujer que en ese preciso instante, ahí, en ese kilómetro, estaba a una hora de distancia, desangrada en una habitación todavía tibia.
Puso las balizas y acercó el auto a la banquina derecha. La lluviá volvió a caer fuerte.
Desde afuera, sólo se veían las luces bajas iluminando hacia adelante una banquina silenciosa, la luz intermitente de las balizas a los costados y la suave luz azul de la radio del auto.
Y de pronto, la luz del último disparo que él dio.
1 comentario:
El relato (el de él) se sabía de entrada como iba a terminar, las críticas (las mías) fueron excelentes como siempre, los "jajaja" (de él) me sacaron de quicio y se ganó una omitida (la mía).
Seguí haciéndote el graciosito y sabés quien te va a editar a vos? tu amigo vietnamita ¬¬
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